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9:00 pm: Carlos sólo quiere comprar cigarros


Reynaldo por fin se iba a tomar unas birras en El León. Había pasado un año desde que sus padres lo mandaron a estudiar a Londres. Doce meses de nostalgia, aburrimiento, inglés y de ausencia de carne mechada. Aunque él cuidaba en subir a las redes sociales fotos de lo feliz que era en el viejo continente, fueron 365 días de llamadas a su casa, de chats con los amigos, de mirar fotos en Facebook para recordarlos a todos.

Pero el tiempo había pasado, estaba allí en Caracas para convencer a sus papás que lo dejaran quedarse. La ciudad siempre había sido peligrosa, eso no era una novedad, pero ellos vivían en una zona acomodada como era Los Samanes y además él sabía cuidarse, nunca sacaba dinero del cajero de noche, no paraba en los semáforos en rojo luego de las once de la noche, siempre llevaba los vidrios arriba y las puertas con el seguro cerrado. Nada malo iba a ocurrir.

Rey recogió a Carlos, su amigo de toda la vida que vivía a tres edificios del suyo. Igual con mucha precaución, le repicó para que bajara y lo esperara en la entrada del edificio. La idea era no hacer paradas largas, no darle espacio al hampa para atacar. Los dos jóvenes (o panas) disfrutaron los veinte minutos de camino poniéndose al día sobre sus vidas, la de sus amigos en común y sus familias. Pero Carlos fumaba y le pidió pararse unos minutos en una gasolinera para comprar una caja de Belmont. La idea no parecía despiadada, eran apenas las nueve de la noche y el local parecía tener un número considerable de consumidores.

Ambos se bajaron de la camioneta del año pasado, que en cualquier ciudad del mundo es vehículo barato pero que en Caracas es símbolo de lujo. Entraron al local, compraron los cigarros (además de chicle sin azúcar) y regresaron al auto, pero no llegaron a montarse en él. Todo iba bien hasta que un par de hombres, cinco para ser exactos, se les acercaron. Sólo quien ha vivido en Caracas muchos años o toda la vida puede entender que con sólo verlos Rey y Carlos sabían que serían asaltados. Los “malandros” tienen su propio porte, vocabulario, movimientos y manera de mirar. El caraqueño común ve a estos hombres y entra en pánico, nada bueno viene con ellos.

El malandro líder les pidió la camioneta mientras le enseñaba un arma. Rey no lo pensó un momento, le dio las llaves. También les pidió los celulares y las billeteras, ninguno de los muchachos puso resistencia. Había escuchado suficientes historias de personas asesinadas por unos zapatos, teléfonos celulares o relojes. Ellos no querían problemas. Los hombres se montaron en el auto, y lo pusieron en marcha. Rey y Carlos respiraron aliviados, habían salido ilesos.

La Ford Runner se dio la vuela y el nuevo copiloto sacó su arma y le disparó tres veces a Carlos. Todo pasó demasiado rápido, cuando Rey superó los primeros segundos del shock, vio a su amigo tirado en el suelo, lleno de sangre. No entendía por qué los malandros le dispararon, por qué tanto odio, por qué habían atacado a su casi hermano y no a él que era el dueño del vehículo. Pero no había tiempo para pensar, cargó a Carlos en sus brazos lo mejor que pudo y lo llevó caminando a la clínica más cercana.

Fueron los diez minutos más largos de su vida, la gente los veía caminar pero no los ayudaba, era más grande su miedo que su generosidad. Mientras caminaba lo más rápido que podía, le daba palabras de aliento a su amigo. Carlos ni le contestaba, pero Rey no desistía. Llegaron a la clínica, al principio nadie los quería atender porque quienes son atacados con armas de fuego son un peligro para los centros de salud. Pueden ser el resultado de un enfrentamiento entre bandas que termina en un tiroteo en la sala de emergencias. Pero Rey no se rendía, logró que un doctor los atendiera. No había nada que hacer: Carlos llegó muerto.

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