El Clínico
Siempre me ha gustado el cabello de mi hermano. Es liso y tiene un color rubio oscuro, casi oro, que algunas veces he envidiado. La mayoría de las veces, él ha usado el cabello corto, aunque ha tenido sus fases controversiales, cortes y peinados que todos dimos gracias a Dios porque duraron poco. La verdad es que era más coqueto que yo con su cabello.
A los trece años, el Yayo, nuestro abuelo materno, era quien nos llevaba al colegio. Cada mañana, el Yayo decía que estaba despeinado, para solucionarlo el Yayo escupía su mano y le restregaba su saliva a mi hermano en el copete. Mi hermano siempre lloraba porque ese fijador natural no le gustaba nada.
Luego llegó David Beckham a nuestras vidas y al Real Madrid. En esos años tuvo trenzas, se lo aclaró, se hizo una cresta y se lo rapó al cero, siempre copiando el poster de turno en su habitación.
Hace tres semanas, mi hermano se encontraba en la casa de su mejor amigo, Álvaro. Por cierto, estaba cortándose el cabello con una máquina cuando recibió mi llamada.
“Juan José, mi mamá se partió una pierna. Estoy en un taxi llevándola al Clínico.”
“¿Cómo? ¿Dónde?”
“Estábamos caminando por la avenida Fuerzas Armadas. Había una caja en el suelo, mi mamá la pisó y se resbaló. El taxista dice que la emergencia del Clínico no está funcionado, pero voy para allá de todas formas ¿A dónde más podemos ir? Ella no está asegurada.”
Mi hermano salió corriendo al hospital público con la mitad de su cabello al rape y la otra mitad sin cortar.
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Casi no hemos dormido esta noche. Me voy a la cama a las doce de la noche, pero sin ningún resultado. Mi hermano no duerme, los escucho desde su cuarto como se dedica a hablar y a jugar videojuegos con Álvaro toda la noche. Es difícil conciliar el sueño cuando tu mamá está muriendo en un hospital público y a la mañana siguiente va a tener una cirugía a corazón abierto.
Las últimas tres semanas han sido una pesadilla desde que mi mamá se rompió una pierna nuestra vida de trastocado. He perdido unos cinco kilos porque simplemente no puedo comer. Mi delgadez es tan evidente que un compañero de trabajo se me acercó ayer a pedirme que dejara esa dieta que estaba haciendo pues no es sano perder tanto peso. El pobre casi se muere cuando le conté qué me pasaba.
Mi casa está en silencio, son las cinco de la mañana. Estoy en la cama y no puedo estar más cansada. Por segundos, dudo si levantarme o no, pero pronto me digo a mi misma: “Si algo le pasa, voy a arrepentirme el resto de mi vida por no levantarme temprano y ver a mi mamá.”
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El Clínico queda muy cerca de mi casa lo que es una gran ventaja. Vivir en Caracas sin carro no es fácil, en especial cuando a las principales clínicas y hospitales sólo se pueden llegar con un auto. Podemos ir caminando, pero yo prefiero el autobús. Todos los autobuses que pasan en frente de mi casa de dejan cerca del hospital.
El Clínico es un hospital universitario, el único de Caracas, es parte del alma mater con más historia del país, la Universidad Central de Venezuela.
El Clínico es una paradoja hecha concreto. Es sufrimiento y belleza. El Clínico es una obra de arte de uno de los arquitectos más importante que ha tenido Venezuela, Carlos Raúl Villanueva. Este hospital es incluso Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.
En una primera mirada a este edificio de la década 1950s es necesario conocer su historia para apreciar su belleza, su diseño impecable y sus funciones perfectas. El edificio está lleno de colores desagradables que con el tiempo han perdido su esplendor y hacen de este hospital una fachada sucia y abandonada. El desgaste dice presente en las paredes internas, las escaleras, los pisos y los pasillos, un lugar creado para que los enfermos descansen y mantengan la calma está apabullado por colores inmundos.
Otra curiosidad es que la mayoría de los ascensores no funcionan, o para llamarlos es necesario golpear sus puertas y gritar a toda voz: “paciente en el segundo piso.” El hospital sólo tiene operativos menos de diez quirófanos, así que la lista de espera para una cirugía puede ser de hasta tres meses. Hay camas, pero están vacías. Los pacientes deben llevar sus propias sábanas y almohadas, mientras que los acompañantes duermen en colchonetas tiradas en el suelo.
Si tuviera que elegir lo que más me disgusta del Clínico, diría su olor. Es una mezcla de enfermedad, suciedad, lágrimas, sangre seca y del productor rojo para limpiar pisos que usan cada mañana.
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Tuvimos suerte, la sala de emergencia ha estado cerrada por más de seis meses, pero ese sábado de resbalón y fractura, los médicos admitieron a mi mamá. Los traumatólogos dijeron que se había fracturado el fémur izquierdo. Fue un golpe duro para mí, una tarde de cine terminó en un hospital.
Lo peor es que habría que esperar un mes para la cirugía, es decir, mi madre tendría que estar con un hueso partido en dos por más de treinta días sin poder caminar ni movilizarse. Dos días después, mi mamá tuvo un infarto, el tercero de su vida, así que la trasladaron al piso de cardiología. Además de la pierna, hay que operarla también del corazón.
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Llegamos al Clínico a las seis de la mañana. Cardiología está en el tercer piso. Para entrar al hospital no se usa su entrada principal, hay que usar una pequeña puerta lateral cerca de la sala de emergencia. Para ingresar hay que hacer una fila, sí incluso a primera hora de la mañana cuando aún el sol no ha salido.
Tenemos que esperar unos cinco minutos hasta que podemos hablar con el guardia, un hombre cualquiera que no tiene ningún uniforme o identificación, pero que tiene el poder de decidir quién entra a un recinto sanitario. Le enseñamos un pequeño cartón amarillo que tiene el nombre de mi madre escrito a mano en él.
Mi mamá esta en la sala de cuidados coronarios, un cuarto pequeño con sólo tres camas. Este salón es más limpio y mi mamá está más cuidada que en traumatología. La atención veinticuatro horas nos permite evitar dormir en una colchoneta en el suelo.
Llegamos justo cuando la están sacando de la sala para llevarla al quirófano. Llegamos a tiempo, podemos verla, podemos hablar con ella.
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