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Mi “11 de Abril de 2002”



El 11 de abril de 2002 es una de las fechas más importantes de la historia venezolana reciente. Sin importar tu posición política; sin importar si consideras que fue un golpe de estado o un vacío de poder, ese horrible jueves cambió nuestras vidas para siempre: sentó el precedente de asesinar impunemente civiles en protestas.


Hace unos años cuando escribí mi primer relato sobre esta fecha, ni siquiera recordaba la causa oficial de las manifestaciones de ese tiempo. En mi mente, Chávez era suficiente motivo para oponerse sin parar. A modo de recordatorio, los despidos en Petróleos de Venezuela y la “meritocracia” era el componente protagonista del descontento. Es gracioso, escuché a varios decir que los trabajadores de PDVSA eran una élite cerrada sobrepagada que nunca se preocupó por el resto del país. Quizás era cierto, pero esa élite mantenía a la principal industria nacional compitiendo con las mejores empresas del mundo. No estaba sobreevaluados, recordemos las largas filas por gasolina en el 2020.


A diecinueve años de tan terrible fecha, quiero contarles cómo viví mi “11 de abril”. Era una veinteañera que estudiaba periodismo en la universidad. Lo confieso, no era una joven aguerrida que salía a la calle a diario para luchar en contra del chavismo. No lo negaré, siempre he sido algo floja.


La oposición apenas nacía en un país con una sociedad civil que se mostró apática por décadas. El 23 de enero de ese año se realizó la primera protesta masiva en años, a la cual no asistí porque no se me ocurrió. En mi vida, las marchas eran exclusivas para sectores quejándose por mejoras salariales como doctores, profesores o enfermeras.


En una época sin redes sociales, y sin internet en la mayoría de los hogares (en mi casa no había ni computadora, ni cable), dependíamos de los medios de comunicación convencionales para conocer los planes. Cada planteamiento era arriesgarse a acatarlos sin conocer si éramos dos pendejos en una plaza o un millón de venezolanos en la lucha democrática.


El paro convocado para el 9 de abril era un secreto a voces y desde la universidad estábamos preparados para no asistir a clases ese día. No sé bien por qué, en mi casa no hicimos un mercado previsorio ante la posibilidad de un golpe de estado (posiblemente fue la falta de presupuesto).


Tanto el martes como el miércoles permanecimos en casa, pegados a las pantallas de “Globovisión” para ser testigos de cómo el país se encontraba paralizado y sus calles vacías. Sinceramente, el paro fue acatado, por mucho que “Venezolana de Televisión” intentó demostrar lo contrario, la gente se quedó en sus hogares. Podríamos discutir si la estancia era a forma de protesta o porque no tenían a dónde ir.


Cuando anunciaron la marcha para el día 11 de abril, en un principio yo no estaba muy segura de asistir. Siempre he sido algo floja, pero las imágenes en televisión de esa mañana de una “Plaza Altamira” atiborrada de opositores provocaron que mi mejor amiga, Vanessa y yo acordáramos ser parte de la historia. Mi hermano se nos unió, tendría unos catorce años para ese momento, suena a una barbaridad, pero no existía motivos para pensar que una caminata gritando frases en contra del chavismo fuera peligroso.


Llegamos a la plaza, ubicada en una céntrica zona del este de la capital y máximo símbolo de la lucha antichavista, usando el metro. Una vez frente al obelisco descubrimos que el lugar estaba vacío porque la cantidad de asistentes era tan numerosa que se vieron obligados a mover la protesta al “Cubo Negro” un edificio enorme y en forma de cubo como su nombre indica que fue símbolo de modernidad en los años ochenta, que en realidad era un consumidor de aire acondicionados gracias a sus vidrios oscuros. La gigantesca edificación se rodeaba por un centro comercial emblemático y el aeropuerto militar de la ciudad.


El espíritu del momento se rodeaba de una sola idea: marchar a Miraflores.


Nos dirigimos al nuevo destino. En un día normal dicha caminata era imposible porque la plaza y el edificio negro permanecían separados por una autopista.


Sinceramente, no tengo claro de dónde provenía la idea de avanzar hasta el palacio presidencial. Sin redes sociales, no recuerdo como los rumores llegaban a nuestros hogares, en cambio estoy segura de que el planteamiento surgía de la reciente experiencia argentina, cuando el pueblo enardecido logró que Fernando de la Rúa abandonara la presidencia. El típico, “si ellos pudieron, nosotros también”.


Alcanzamos la nueva locación cuando ya se habían pronunciado las tan esperadas palabras: “A Miraflores”. Nosotros caminábamos contracorriente, la multitud se daba la vuelta para emprender el andar hacia el centro de Caracas. En ese momento me encontré con el director de la escuela de comunicación social. Un hombre, alto, agradable y con memoria de elefante porque me reconoció entre la muchedumbre pese a haber conversado conmigo solo en un par de ocasiones. Cruzamos pocas palabras, pero la alegría protagonizaba, marcharíamos a Miraflores a exigir la renuncia de Hugo Chávez


Vanessa, mi hermano y yo decidimos utilizar como vía la autopista “Francisco Fajardo”. Era un día soleado, y las horas del mediodía nos atacaban sin pudor. La frase del momento era “Ni un paso atrás”, yo (como siempre) la canté incorrectamente por varios kilómetros “Ni un paso más”.


En la autopista éramos una importante cantidad de personas, pero no las suficientes como para sentirnos apretados. El tamaño de las vías permitía andar sin golpearnos. Una señora que iba delante le comentó a todos y a ninguno a la vez que en la radio (cargaba una pequeña AM/FM de pilas triple A) que los militares se pronunciaron en cadena nacional, pero que no dijeron nada en concreto.


Ahora que lo pienso, nos dirigíamos a ciegas. No teníamos ni idea de qué nos esperaba en las calles más antiguas de la ciudad.


La vida es curiosa, ese semestre estudiamos “La noche de Tlatelolco” de Elena Poniatowska que narra los sucesos de octubre del 68 en México donde se asesinaron a miles de personas por protestar. En plena autopista, esa idea vino a mi mente. Pasé varios kilómetros imaginando cómo protegería a mi hermano en caso de que unos francotiradores nos atacaran (un poco boca e´ jarro ¿no?). En el libro, uno de los personajes asistía a la “Plaza del Tlatelolco” acompañada de su hermano menor (me sonaba conocido) y al final de la novela es el menor quien termina asesinado. No estaba dispuesta a repetir la historia.


El calor y el cansancio comenzó a hacer de las suyas. Es curioso, la distancia entre “Plaza Altamira” y “Plaza Venezuela” es de aproximadamente seis kilómetros, un trayecto que caminé en demasiadas ocasiones evitando el tráfico y las conglomeraciones del “Metro de Caracas”. Un recorrido que hacía en las aceras con naturalidad y sin perder la respiración. Ese 11 de abril, marchábamos el trecho entre ambos puntos por la autopista y quedamos exhaustos. No sé si era la falta de vegetación, el sol o un mal desayuno, pero una vez nos vimos cerca de “Plaza Venezuela” nos desviamos, decidimos irnos a casa.


Quién lo diría, ser una floja me salvó la vida.


Llegamos pronto a nuestro apartamento alquilado en plena “Avenida Victoria”. Justo cuando Chávez había iniciado cadena nacional para ocultar la matanza de “Puente Llaguno”, justo cuando los canales de televisión decidieron dividir las pantallas y mostrar la matanza en contra de la “ley”, justo cuando mi familia comenzaba a aterrarse por nosotros.


El resto de la tarde fue confusa. Nos mantuvimos pegados al televisor, deseando conocer los detalles después de la matanza. Descubrimos que “Venevisión” era dueño del vídeo que probaba como tres hombres del gobierno disparaban sin dudar desde “Puente Llaguno”. Con el paso de las horas el alto mando militar de las diferentes fuerzas armas repudiaban los asesinatos.


Con la noche llegó la información. El general Lucas Rincón anunció ante el país que le solicitó la renuncia a Hugo Chávez “la cual aceptó”. En Globovisión vigilaban el aeropuerto de “La Carlota” (el mismo que visité en la mañana en la marcha) porque se decía que la familia de Chávez escaparía en una avioneta.


No sé a qué hora me quedé dormida, tampoco recuerdo hablar con ningún amigo de la universidad sobre lo sucedido (¿Por qué? ¿Los nervios me vuelven antipática? ¿Sería que no teníamos saldo en el teléfono?), lo cierto es que el sábado estábamos más relajados, Chávez no era el presidente.


El nuevo día también transcurrió frente a la televisión. Conocimos que hubo un ataque a la Embajada de Cuba, el máximo líder de Fedecámaras (uno de los opositores de moda) se autoproclamó presidente de la república y a punta de decreto cambió el gabinete, el nombre del país y los símbolos patrios. Les confieso que a mí todo me pareció maravilloso, años después entendería la ilegalidad del asunto, pero en el momento yo estaba feliz.


Esa noche fue menos tensa, creíamos que los objetivos fueron alcanzados y empezaríamos un nuevo país. El domingo se avecinaba tan pacífico que pensé en salir a pasear. En la televisión nacional no notificaban novedad ninguna, pero mi mamá que siempre ha sido fanática de las emisoras AM, supo de los rumores, los chavistas se estaban organizando.


Como les comenté, vivíamos en la Avenida Victoria (cuyo nombre real era Avenida Presidente Medina, pero estábamos negados a llamarla correctamente), una importante zona del oeste de la ciudad construida entre los años treinta y cincuenta y diseñada por los mejores arquitectos del momento, si el deterioro no fuera un virus tan implacable, la Avenida Victoria sería uno de los lugares más bellos de Caracas. La zona era un interesante termómetro de la realidad porque sus habitantes no eran tan opositores como en el este (cuyo estatus social era clase media alta e ingresos distaba del resto del país), tampoco era un barrio revolucionario, era una urbanización clase media baja con personajes de cualquier tipo. Desde el 9 al 13 de abril, la avenida estuvo vacía, en un silencio inusual. En particular, ese domingo, padecía un mutismo que asustaba.


Fue otro día jodiéndome la vista frente al televisor. En horas de la tarde la confusión inundó nuestras vidas. En un período de seis horas, el presidente de la Asamblea Nacional juramentó al vicepresidente, unos motorizados atacaban RCTV (uno de los medios de comunicación audiovisual más importante de la nación), se escuchaban ríos de motos en la calle, cuyos conductores gritaban frases pro-chavistas, hasta que en la madrugada Chávez reapareció (cual ave fénix) en vivo y directo.


Era tan grande mi arrechera que ni escuché la cadena nacional.


A la mañana siguiente asistí a clases. Así era Venezuela, se caía el mundo por tres días y el lunes la cotidianidad era la misma que la semana anterior. En la universidad pude saber que varios de mis amigos escaparon de la matanza saltando muertos en pleno centro de Caracas. El peligro estuvo más cerca de lo que quería admitir, pude ser una de las víctimas si tan solo hubiera salido más temprano, o arribado al centro de Caracas.


Creo que la mayoría de los venezolanos recordamos perfectamente dónde estábamos aquel jueves de abril. Fueron días que nos marcaron para siempre y que no debemos olvidar porque esa fecha fue nuestra sentencia de muerte como país.

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