Cuentos de hadas a la venezolana: La Sirenita
Érase una vez una joven llamada Ariel, bueno en realidad su nombre era Mariel del Valle González Martínez. Pero todos en el colegio la llamaban Ariel cómo chalequeo por la Sirenita, aunque a ella no le gustaba porque había un detergente del mismo nombre.
Ariel vivía un pueblo costero de Venezuela, un reino pobre que era regido por gobernantes narcos e inescrupulosos. La vida en el pueblo siempre fue amena, aunque cada vez era más difícil llevarse comida a la boca, pero el trópico hacia todo más llevadero. Era el sol, la playa, los tostones, las arepas de cazón, las empanadas de mariscos, la cerveza como excusa para la deshidratación, la música caribeña todo el día, y sobre todo, la lejanía de la capital lo que permitía que nadie se preocupara demasiado.
Lo cierto es que en el pueblo de Ariel las consecuencias del gobierno nefasto llegaron con más lentitud que en otros lugares. La inflación ya era una constante, parecía que lo normal era que un producto nunca costara lo mismo que el día anterior. La escasez fue más novedosa, empezó con algunos alimentos como harina pan o la leche en polvo, pero se acostumbraron a vivir sin ellos. Su escusa o consuelo era: “Somos un pueblo de pescadores siempre tendremos comida”.
El hospital del pueblo nunca estuvo en buenas condiciones, así que el deterioro era imperceptible. Ese edificio jamás fue pintado ni jamás le compraron camas nuevas. Allí nunca hubo más material quirúrgico y siempre escasearon los doctores. Lo normal, desde siempre, era ir a la capital cuando se estaba muy grave.
Lo que sí fue muy evidente fue la delincuencia. El pueblo Ariel era de pescadores, pero también vivían del turismo. Cuando ella era una niña del pueblo siempre recibía extranjeros, se llenaban de gringos y alemanes cuya piel extra blanca los delataba a primera vista. Los extranjeros empezaron a escasear hacía como diez años, los motivos de esta merma eran numerosos, pero la inseguridad era el más destacado.
Aunque los cambios en la situación económica de la mayoría de los ciudadanos del reino y el nuevo patriotismo hicieron que más venezolanos decidieran conocer su país. Los criollos reemplazaron a los pálidos, así que el cambio fue sólo en el tipo de moneda, de dólares a bolívares.
Pero en los últimos cinco años, ya no iba a casi nadie. Primero porque los venezolanos no tenían dinero para viajar, pero lo que más influyó fueron los malandros. Eran la misma gente del pueblo, chamos que habían crecido con Ariel, pero que entre la pobreza y la descomposición social, pasaron de robar carteras a secuestrar y matar. Dos asesinatos muy publicitados en las noticias hicieron que ya nadie se pasará por el pueblo costero.
Ahí fue cuando la debacle fue total. De comer tres veces al día pasaron a dos, si con todo y que eran pescadores porque para pescar se necesitan utensilios, gasolina y repuestos y estos también escaseaban. Además de la falta de dinero, se sumaba la falta de alimentos, lo que llegaba era a través de “bachaqueros” o una especie de mercado negro cuyos precios de venta eran impagables, un litro de leche podía costar lo que se ganaba en un mes.
En la casa de Ariel la crisis se notaba y mucho. Su mamá comía una vez al día para que ellos comieran dos. Ariel también dejó de comer para ayudar a su familia, pero pasaba con la comida, con las medicinas, con la ropa, con los libros, con el champú, con la luz, con el agua, cada vez eran más los días sin servicios básicos. La situación se repetía en todas las casas del pueblo.
En vista de la situación, Ariel pensó lo mismo que otros cuatro millones de venezolanos habían pensado antes: huir. Había que irse a otros reinos para conseguir lo mínimo para una existencia decente y mandar dinero y comida a la familia que se quedaba. Analizando sus alternativas de escape, ir en avión o autobús en este punto de la historia, en el 2019, estaban fuera de su alcance. Otra opción era convertirse en una “caminante” emprendiendo la travesía a pie desde la frontera con Colombia hasta Perú o Ecuador, serían al menos dos mil kilómetros y como tres meses de travesía que implicaba dormir en la calle a diario y eso es muy peligroso para una mujer sola. Además, Ariel había escuchado muchas historias de la xenofobia en esos países, historias que la asustaron muchísimo. Sí, los buenos y amables con los venezolanos eran más, pero las noticias sobre los maltratos eran más escandalosas que la realidad.
Ariel no tenía ganas de escuchar que en una roba maridos, una Veneca, o que les quitaba el trabajo a otros. Así que se dejó convencer con la idea de irse en lancha a Trinidad. La verdad la idea no era tan loca, Trinidad estaba lo suficientemente como para verse desde la costa los días despejados. Sería un viaje de un día. Un día y estaba lista para comenzar una nueva vida.
La situación de Venezuela hizo de escapar un negocio. Llevar venezolanos en lancha a países vecinos era una industria que crecía estrepitosamente. A Ariel no le fue difícil encontrar quien la llevara, aunque le costó más pagar el precio que significó usar todo el dinero que tenían ella, su familia y a los amigos a los que les pidió prestado.
Y así llegó el día.
Ariel sólo se llevaba una mochila pequeña porque no podía llevar mucho peso. En ella llevaba algo de ropa interior, muda para dos días, su celular y varios contactos para cuando llegara a la nueva isla.
Antes de salir de su casa, su mamá le dio la bendición haciendo la señal de la cruz en la frente y pidiéndole la Virgen del Valle que la acompañara. Ariel decidió ir sola al embarcadero porque no quería que su último recuerdo en su tierra fuera la cara de su familia llorando en la orilla.
Cuando llegó a la lancha notó que su nombre era “La Úrsula”. También notó que eran demasiados pasajeros para ese bote, prácticamente no cabían. Por supuesto, no le dieron chaleco salvavidas, ni muchas explicaciones, tampoco escuchaban quejas. Al que no le gustara que no montara. En general, todo estaba muy mal organizado, incluso para ser en Venezuela.
Ariel no se dejó intimidar, ella que una valiente capaz de hacer cualquier cosa por su familia. Así que muy apretada se sentó en esa lancha. Partieron de noche, la idea era no ser vistos por la guardia costera (cada vez eran más las lanchas venezolanas que iban a islas que no podían soportar ese éxodo masivo), también se ahorraban tener al sol atacando sobre sus cabezas.
Pronto dejaron de ver las luces del pueblo y todo se tornó oscuridad y viento. No era el primer viaje en lancha de Ariel, pero estaba muy nerviosa, todos lo estaban. Ariel se sentía ahogada, le costaba respirar porque estaba en el medio de varias personas. Nadie hablaba, era un silencio tenso que se rompía por el rumor del motor de “La Úrsula”.
Las horas pasaban lentas. La lancha iba más lenta de lo esperado debido al exceso de peso, eran demasiados. No se podía revisar el celular para hacer correr el tiempo, tenían miedo de quedarse sin batería, y tampoco tendrían conexión, estaban en el medio de la nada.
Ariel no sabía cuanto tiempo había pasado o qué hora era cuando comenzó a llover. La garúa se convirtió en tormenta y un mar complaciente, se tornó en un enemigo infalible. Por momentos la lancha saltaba estrepitosamente, parecía que volaba. Ariel no tenía como agarrarse al bote, sólo pudo sostener las manos de los pasajeros que tenía a cada lado. Pese a la oscuridad pudo ver el pánico en sus caras, sólo los niños gritaban o lloraba, los adultos se mantenían en silencio.
Fue el sobrepeso, la oscuridad, la tormenta, el mar enfurecido. Fue el conjunto de todo y de nada lo que hizo que el bote se volteara.
En el accidente, Ariel se golpeó la cabeza dejándola inconsciente. Ariel no pudo nadar o tratar salir a flote. No puedo ver como el resto de los pasajeros luchaban contra el mar movidos por el pánico y el desespero, no pudo escuchar a las madres gritar por sus hijos, o como muchos se rendían horas después producto del cansancio y la importancia, tampoco vio a su mamá y su familia recibiendo la noticia de lo sucedido, o como las noticias lo reportaban como otra lancha llena de venezolanos que naufragaba.
Ariel ahora pertenece al mar.
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