Recordando Vargas
Érase una vez un miércoles 15 de diciembre de 1999, en un hermoso estado venezolano llama Vargas cuando la vida de cientos de miles de personas cambió para siempre. Los días siguientes muchas princesas, príncipes, brujas malvadas, y otros personajes secundarios fueron rescatados masivamente por miles de almas caritativas quienes textualmente superaron obstáculos para sacar a personas del peor escenario de sus vidas, quienes donaron comida, ropa y hasta dieron asilo en sus hogares a los damnificados.
La llamada “Tragedia de Vargas” le arruinó las navidades a un país. Fueron tres días de lluvia ininterrumpida, sí algo tan común, tan parte de nuestras vidas, tan poético como la lluvia, nos arruinó la vida para siempre.
Veinte años después, los números siguen desconocidos, se cree que murieron decenas de miles de personas, miles de niños fueron separados de sus padres, la infraestructura de un estado desapareció y cientos de miles perdieron sus hogares y quedaron traumatizados de por vida.
Vargas es una herida que en dos décadas no ha sanado.
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Tengo que confesar que este año fue la primera vez en veinte años que he intentado escribir sobre Vargas, y lo cierto es que me ha costado mucho. Primero, los recuerdos en este punto son muy confusos. Por razones que contaré en algún momento, pasé la tragedia en la casa de un amigo mío, y he intentado recordar como era su apartamento y no lo consigo, tampoco tengo muy claro el orden de los acontecimientos. Según Wikipedia fueron tres días, para mí fue una semana.
Creo que hasta ahora no había querido aceptar lo duro que fue para mi la “Tragedia de Vargas”, sin contar que nadie de mi familia o amigos murió, y que sólo perdimos el carro.
Así que después de muchos intentos de escribir mi historia, me di cuenta que debo escribirla por partes, por mi bien mental no puedo recrear los tres días a la vez, así que hoy les voy a contar los dos peores momentos de esta historia.
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Si pudiéramos viajar al pasado, veríamos que las semanas anteriores a la “Tragedia de Vargas” la lluvia había había invadido al estado durante muchos días, pero la lluvia era parte de la vida del varguense, y sí la lluvia había llegado con deslizamientos de tierra, derrumbes, y mucho tráfico, pero (de nuevo) todo ese caos era parte de la normalidad.
Fue a partir del 15 de diciembre cuando le situación empeoró. Durante el 15, 16 y 17 de diciembre llovió lo equivalente a lo que llueve en un año. La lluvia que no se detuvo por tres días hizo que la superficie de la montaña empezara a desprenderse, así que al principio se deslizó agua, luego un poco de tierra, luego una masa enorme de barro cuya fuerza trasladó rocas del tamaño de edificios.
Hay que verlo desde otra perspectiva, cuando grandes lluvias atacan ciudades, el agua sube y hace las casas piscinas llenas de muebles, pero es agua, sólo eso. En Vargas, esa agua era barro espeso, barro que atropellaba y enterraba casas enteras, enormes rocas que destrozaban edificios de quince pisos. Es curioso, las lluvias en Venezuela sólo afectan las poblaciones pobres, la “Tragedia de Vargas” cambió ese estereotipo, aquí no importaba el tipo de construcción o su ubicación, el barro atacó sin ningún tipo de discriminación.
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Yo aprendí el significado de la palabra miedo al día siguiente de mi cumpleaños 18.
El programa original de aquel 16 de diciembre, era que mis amigos caraqueños que no habían podido ir a mi cumple por culpa de las elecciones, se pasaran por mi casa y tuviéramos una alegre piscinada.
Lo que realmente pasó fue que el miércoles 15 de diciembre llovió todo el día y no paró hasta tres días después. Por culpa de la rumba, terminé pasando la noche de mi cumple, primero en casa de una amiga, luego en casa de un amigo y su mamá. Fue muy divertido vivir una de las tragedias más horrendas de la historia moderna de Venezuela lejos de mi familia.
Quiero que visualicen a una muchacha que acaba de cumplir 18 años, pero que parece de 16, que es muy de su casa y viene de un colegio de monjas. Ella está encerrada en una casa que nos es la suya, mientras su familia está a unos pocos metros, pero que no puede ir a ver porque llueve y mucho. Lleva al menos 24 horas incomunicada, sin luz, sin teléfono, y en esa época no existían las redes sociales, el internet y los celulares eran para unos pocos privilegiados.
En este punto de la historia, ella sabe que está ocurriendo algo terrible, pero se niega a averiguar las dimensiones del problema, en este caso la lluvia. Pero no es tonta, en tan sólo dos días, la piscina del edificio que estaba vacía, se llenó sólo a punta de agua de lluvia. Ella no sabe que mientras ella vive horas muertas de angustia y aburrimiento que miles de personas están muriendo o viviendo experiencias muy cercanas a la muerte como ver sus casas ser arrasadas por la tierra.
En todo caso, en algún momento del día, cuando casi está oscureciendo, uno de sus amigos, Tony, quien estudia ingeniería civil, le dice la siguiente frase: “Tengo miedo”. Era la primera vez que Tony le hablaba en ese tono, se notaba la preocupación en su rostro. “Lleva lloviendo muchas horas, el agua se está estancando en la montaña y debe bajar. Imagina un cartón de leche, de los tetrabriks que son rectangulares, si está lleno y lo inclinas la leche puede salir de dos formas, o por las esquinas, o por todo el borde. Lo mismo pasa con la montaña, el agua va a bajar por los lados, o se va a convertir en una avalancha que se va a llevar todo, y eso nos incluye a nosotros”.
Recuerdo que no le repetí a nadie las palabras de Tony. Creí que era mejor mantener la calma, no todo el mundo se toma una noticia así con tranquilidad. La noche llegó y con ella siempre venían las peores horas, llenas de miedo y soledad. Yo sólo atiné a intentar dormir, incluso alguien me dio un Tafil, no recuerdo los miligramos, pero si recuerdo rezar aquella noche. “Dios, sólo te pido que si vamos a morir, que mi familia y yo lo hagamos al mismo tiempo, y si vamos a sobrevivir, que lo hagamos todos juntos. No permitas que uno, o unos de nosotros mueran, mientras los otros permanecen vivos. Amén”. Siempre he creído que hay cosas peor que la muerte, y no quería imaginar la vida de mi mamá con un hijo muerto, o la mía sin mi familia.
Tengo que admitir que Dios me escuchó esa noche.
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