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La maldición de Bolívar: Willian Lara


Willian Lara era un hombre exitoso, con muchos detractores, muchos, pero exitoso. Jamás en su Socorro natal hubieran adivinado que ese niño que jugaba peleaba y actuaba con normalidad se convertiría a uno de los hombres más poderosos de Venezuela.

Le gustaba conducir, eso lo relajaba. Manejar le daba tiempo para pensar, para planificar, y sobre todo para recordarse lo alto que había llegado. Le encantaba regodearse en su poderío.

Ahora era gobernador, eso le daba cierta independencia para hacer las cosas a su manera y un buen presupuesto a su nombre. Guárico era perfecto. Era su pueblo natal, estaba cerca de Caracas, no era un estado tan importante como para tener al partido oliéndole la nuca, pero no era un estado tan nulo como para ser una migaja.

El comandante y el partido les debían mucho. Él estuvo allí cuando todos había huido en abril de 2002. Mientras fue presidente de la Asamblea Nacional y ministro de educación, hizo todo lo que se le pidió y más. La idea de cerrar todas esas emisoras de radio y RCTV fue suya.

Ser gobernador implicaba que había sido votado. El pueblo lo eligió una vez más. Esta vez fue su propio pueblo, fue un error cuando intentó ganar Miranda. Ese no esa su lugar y habría sido una pesadilla con todos esos alcalditos opositores y los de Caracas protestando en todas partes. La Asamblea había sido su sitio desde siempre y allí se destacó como el hombre de Chávez que era.

Y como hombre de Chávez, el pueblo lo amaba, cuatro elecciones lo habían demostrado. Willian no era de esos elegidos a dedo, no.

El cielo cada vez estaba más gris, más oscuro. No parecían las tres de la tarde. Alejandro Mirabal le comentó algo sobre que llovería y que podría manejar él. Willian lo rechazó. Conducir era para él.

Pronto comenzó a llover. Era una garúa que se convertiría en una tormenta. Sin saber por qué, la mente de Willian retrocedió dos meses. Aquel día también llovía. Recordó el panteón, los científicos, los militares, los curiosos y la cara de felicidad del comandante.

También llegaron a su mente los murmullos de medio chavismo sobre abrir la tumba. Muchos habían aceptado a los babalaos, y hasta se habían “congregado”. Robar un par de tumbas en el Cementerio del Sur era una cosa, pero El Libertador eran palabras mayores. Lo llamaban el espíritu vengativo y recordaban como al final, Páez y Santander de alguna manera pagaron por sus traiciones.

Él no quiso meterse en el peo. No le parecía adecuado, pero jamás lo manifestó. No iba a molestar al comandante por una pendejada. También había muchos que estaban totalmente de acuerdo. Incluso antes de siquiera empezar a abrir el ataúd ya tenían coordinadas varias sesiones de espiritismo. Claro, sólo estaban involucrados altos cargos del gobierno.

Willian sólo participó en una de esas sesiones. Una especialmente creada para aplastar a los enemigos y perpetuarse en el poder. Recordó que en la sesión estaba el comandante, Tascón (el pobre… es que el cáncer es terrible), Clodosbaldo y Otayza entre otros. No era su primer trabajo babalao, pero desde ese no pudo dormir bien, incluso había tenido unas pesadillas rarísimas, como de otra época.

El camino estaba muy oscuro. La lluvia empeoraba. Sólo se veían unos metros de la carretera, el agua impedía disfrutar del paisaje de árboles, montañas y luego llanura entre Caracas y San Juan de los Morros.

La oscuridad se intensificaba. Incluso Willian creyó ver una sombra como dentro de otra sombra, se asustó lo suficiente como para frenar un poco el carro. Alejandro dijo que no había visto nada. Willian trató de olvidar el incidente.

No sabía si era la sombra, pero su mente seguía divagando hacia Bolívar. Se dio cuenta de que pese a tener el título de periodista y de tener una maestría, que nunca supo bien su historia. Sabía lo básico, que si nació en Caracas, que si enviudó, que si hizo varios juramente, que si escribía mucho, que si perdió dos repúblicas, que si creó la Gran Colombia, que si se murió sin un medio.

La lluvia seguía, era particularmente abundante. Willian casi no podía ver el camino. Por primera vez desde hacía dos años que era gobernador de Guárico pensó que debía mejorar alumbrado de la carretera. No es que no lo supiera, por eso siempre viajaba de día. También recordó la concesión millonaria que le habían dado a una compañía extranjera para cambiar el cableado de todo el país que se quedó en eso, en sólo un contrato. Por cierto, uno del cual, él se quedó con una tajada. Igualmente, apenas llegara a su despacho llamaría al Ministro de Obras Públicas.

Lo siguiente paso en cuestión de segundos. Un caballo apareció de la nada en el camino, con jinete y todo. El primer instinto de Willian fue frenar, pero era un diluvio lo que vivía, así que el vehículo patinó dando dos vueltas perdiendo totalmente el control del carro.

El auto terminó sumergiéndose en el río que se había desbordado. Willian quedó inconsciente unos minutos. Alejandro salió el vehículo, mientras el gobernador recuperaba el sentido. Ya era tarde.

Willian logró salir del carro, pero estaba muy mareado. El río era más fuerte que él. Más que río era barro. No hubo brazadas o buceos que evitaran lo inevitable. Cuando Willian se dio cuenta de que no podía contra la naturaleza, simplemente cerro los ojos y lamentó no tener su celular consigo porque le hubiera gustado despedirse. Lo último que vio o creyó ver fue un rostro aguileño con unos ojos oscuros que lo miraban so sabía si con rencor, compasión, o justicia.

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